martes, 3 de septiembre de 2013

Masaje con final feliz (1 parte)

Masaje con final feliz (primera parte)


A veces me da un punto raro, lo reconozco, es un impulso extraño, mezcla de morboso y excitante que me lleva a vivir situaciones donde lo desconocido, lo indómito y hasta lo peligroso, me atrae de una manera irracional.
No siempre me dejo llevar por esta llamada de la selva, lo resuelvo con mi imaginación, y con esta masturbación mental parece que se calma el impulso. Pero hay momentos en los que me dejo llevar y me sumerjo en ambientes o lugares que no son habituales para mí, solo por el placer de sentirme un extraño, alguien totalmente fuera de lugar. Es la violación de una frontera para adentrarme en un ambiente ajeno, lo que consigue que mi nivel de adrenalina se dispare. Mi presencia… ¡Un extraño! También provoca la correspondiente reacción, el miedo a lo y a los desconocidos. La forma de vestir, el aspecto e incluso la cara, reflejan lo que es la vida de cada uno y según donde te metas, puedes destacar como una caca de rata sobre un tazón de arroz.
Hoy es uno de esos días que he traspasado la barrera de lo imaginario y he decidido tener una experiencia física, real: Me he metido en una peluquería de chinos para que me dieran el afamado “masaje con final feliz”.
 
Este tipo de establecimientos regentados por asiáticos han proliferado por determinados barrios de Madrid en los últimos años. La zona de Plaza de España y aledaños parece que son las favoritas por los chinos para este tipo de negocio.
No iba al “tun tun”, una cosa es tener una experiencia y otra pisar sobre terreno desconocido. Previamente me he “documentado” sobre los usos y costumbres de estos lugares para no llevarme sorpresas, ni tener una experiencia demasiado desagradable.
Llego a la peluquería que previamente había localizado por un mapa, un local bastante decadente en una calle… vamos a decir “peculiar”, la calle Leganitos de Madrid. Un escenario antiguo y chulapesco, de esas calles que no apetecen de entrada. Me detengo ante la fachada y constato lo que me habían descrito: una gran cristalera, no muy limpia, deja entrever unos sillones de peluquería donde distingo un cliente dejándose cortar el pelo por una jovencita china. Hay un rótulo grande con caracteres chinos y, como en todos los negocios de orientales, pululan a su alrededor personajes que podrían representar el juego de cartas de las familias del mundo. Es decir, el papá chino, la mamá china, las hijas chinas…
Me da un poco de “yuyu” ante la perspectiva. Meterme ahí es romper ese ecosistema oriental, y casi estoy a punto de darme la vuelta. Pienso en salir “por patas” y correr hasta “El Brillante” de Atocha para comer un bocata de calamares. Esta peluquería no es nada apetecible. Pero me rehago, ya sé que estas situaciones producen un extraño morbo que hacen subir la excitación, y de ahí a salir huyendo existe una delgada línea.
Me armo de valor y me dirijo al interior, fuera he dejado un par de jóvenes chinas que están parloteando. Visten de forma colorida con unos fucsias rosas y azules… Armani les debe parecer un degenerado. Para compensar el colorido, tienen sus muñecas adornadas con pulseras multicolores que terminan de componer su estilismo. Al menos, una de ellas lleva unas simples chancletas negras sin adornos, lo que mi vista agradece. Tiene un pie precioso, pequeñito y con las uñas bien pintadas de negro… Umm, me fijo al pasar a su lado y esta visión hace que mi libido despierte. Si, me ponen las tías que llevan chancletas, pero tienen que ser sin adornos y a ser posible que no cuesten mas de un euro. Aquí en España, solo se usan en verano, pero en Estados Unidos puedes ver a una tía en pleno invierno, con abrigo y en chancletas… puff, me pongo malo…
Como era de esperar, mi paso al lado de las chinas, ha sido estéril. Ni siquiera me han mirado al pasar. He soltado un sonoro “Buenos días”, con el fin de confraternizar, pero no ha surtido efecto. Estos no tienen ganas de nada. El aspecto del interior no desmerece al exterior, no es que parezca sucio… es que está sucio. No hay pelos, ni basura por el suelo, pero el color del repintado y un olor extraño que solo se me ocurre definir como “denso”, te sumergen ya en otro mundo.
Sale a mi encuentro un señor chino, bajito, medio calvo y con gafas. Frío y hierático como casi todos los de su raza, en su boca lleva dibujada una sonrisa más falsa que la Dama de Elche que hay en Elche. Entiendo que será el peluquero y no tengo más opción que empezar a actuar. De nuevo me entra el canguis y estoy a punto de decirle que me quiero cortar el pelo, pero me da la lucidez para pensar que el estilo de corte chino no es el que más me favorece. Cuando le tengo enfrente con esa sonrisa helada, solo soy capaz de articular la palabra “masaje” — uf, ya lo he dicho — pienso. Ya no hay vuelta atrás. El hombre cuando me ha oído, sin contestar, gira la cabeza buscando a una señora que estaba al fondo y le ha explicado a lo que vengo, creo.
  • Die eulo, masaje plofesional — me dice el chino, mientras vuelvo la cara con disimulo para que no advierta mi sonrisa ante la definición.
Me hace otro gesto con la mano para que le acompañe hasta la caja y allí le pago lo acordado; al lado hay un niño viendo la televisión en un monitor en blanco y negro de la época de Alfonso XII. Le doy los diez euros y me indica con el brazo que me vaya hacia la oriental. Este hombre, con tanto aleteo y bien adiestrado, sería capaz de dirigir el tráfico de Sanghai, una lástima que se dedique a la peluquería. Yo, obediente y entregado a cada una de sus indicaciones, me voy moviendo por el local. Ella se encuentra al borde de una escalera que desciende al sótano, está apoyada sobre una barandilla metálica esperándome con el mismo entusiasmo que si la fueran a degollar. En qué tinglados me meto, pienso por un instante. Al llegar frente a ella le sonrío, pero lo único que consigo es que baje la cabeza. Por primera vez me fijo en ella, en mi masajista. Tendrá una edad indeterminada entre 40 y 60, no es guapa ni muy fea, es china sin más, insulsa en todo. Una falda gris, un jersey de color azul y pelo negro. Con el aleteo de brazos, al que ya le voy cogiendo el gusto, me indica que la siga mientras comienza a descender la escalera. Me da tiempo a fijarme en su expresión, pero está claro que no está dispuesta a dedicarme ni una mueca. Me giro hacia la puerta de salida antes de descender por las escaleras,” quizá sea el ultimo día que vea la luz… — pienso — este descenso a las catacumbas podría ser la antesala de mi muerte, nadie se enteraría y al final mis restos desaparecerían entre platos pato cantonés y el cerdo agridulce… ¡Triste final! O igual me tienen preparado un secuestro expres, aunque cuando se enterasen de que me dedico a escribir, supongo que me dejarían tirado en una esquina de la calle tirso de Molina. Con este espíritu y bastante acojonado comienzo a descender las escaleras despacio.
De alguna manera, me alegro de que sea esta señora la responsable de mi masaje. Hubiera preferido la chinita de las chancletas, pero no tengo la certeza de su edad, puede tener entre quince y treinta años. Soy malo para calcular la edad de las tías, pero si son orientales, me tengo que mover por décadas. Por nada del mundo me gustaría tener contacto con una menor, ya me ha pasado alguna vez… ¿A que no sabes cuantos años tengo?, te he mentido… Esto dicho subiéndose las bragas y con una sonrisa maléfica es para vivirlo, Puff, te cagas encima. Si hay una cosa sobre la que tenga certeza en este momento, es que mi masajista es mayor de 18… lo que no sé es el límite por el otro lado.
La china tiene el detalle de esperarme y comienza a bajar las escaleras delante de mí para enseñarme el camino, abajo está oscuro, pero se apresura a encender unos fluorescentes que después de unos parpadeos inundan la estancia con su mortecina luz. ¡Magnifica luz de ambiente! — pienso. Cuando la iluminación ha dado forma al tugurio, casi me arrepiento de ver la “sala de masajes”. Simplemente es un almacén, pero un almacén de chinos, es decir que hay desde una nevera hasta cajas de cerveza apiladas. Calendarios, objetos cubiertos con mantas, una bicicleta, veo algo de ropa, varias chancletas y un antiguo cartel de ron Bacardí, en fin, lo normal en estos casos. No veo que haya una camilla ni nada por el estilo donde me dé el masaje, pero hay una puerta de madera al fondo, la abre y me invita a pasar extendiendo su brazo, ya voy pillando la comunicación no verbal. Me susurra algo en chino sin mirarme a la cara, supongo que habrá mentado a mi familia, pero como no tengo constancia, me callo. Entro en una pequeña habitación y al menos la iluminación ha cambiado, ahora es una bombilla colgada de un simple casquillo que sale del techo como si fuera la flor de la canela. Al menos nos alejamos de la luz lechosa del fluorescente pero el ambiente sórdido continúa. Hay una camilla, si, llamémosle así al tenderete. La señora se apresura a sacar un rollo de papel y cubre la lona de la mesa de masaje y me vuelve a hacer un gesto con la mano para que me quite la ropa y me tumbe. Ella se da la vuelta y se pone cara a la pared, aprovecho ese instante para fijarme en su trasero, mmm, gordito pero bien. Me desnudo y dejo la ropa en una silla de madera destartalada, procuro doblar bien el pantalón para que la cartera no quede al alcance de la mano. También hay una pequeña mesa de madera donde tienen las toallas y los potingues habituales, echo un vistazo a mi cartera antes de comenzar, en este sitio, no me fío de nadie.
Me quedo en calzoncillos y aquí me surge la duda… Por lo que me había instruido antes, lo mejor es quedarse en pelotas directamente, ya sé que el encuentro va a consistir en una pequeña batalla y en este caso la armadura molesta. Sin más, me bajo los calzoncillos y me quedo en bolas frente a ella a la vez que le indico abriendo los brazos que estoy listo para comenzar. Si antes no me miraba a los ojos, ahora no se atrevería ni a mirarme en el carnet de identidad. Está muy violenta y eso me hace sentirme algo más fuerte, esto es parte del morbo. Me indica con el brazo que me tumbe, sin levantar la mirada del suelo. Le obedezco y me acoplo boca abajo en la camilla, no es el sitio más cómodo del mundo pero al menos está mullido. Siento que me cubre el culo con una toalla, prefiero no fijarme mucho en la higiene o en el estado del menage, y a continuación escucho el inconfundible sonido de la tapa del bote de crema y como la extiende masajeándose las manos. Por fin siento sus manos en mi espalda, al menos están calientes y suaves, por la edad y el aspecto, podría haber sido la recolectora de nueces de Mao.
Ha dejado la puerta abierta, por lo que si giro la cabeza puedo ver el almacén, una imagen bucólica que nunca saldrá de mi memoria, allí están las chancletas, el cartel de ron Bacardí y la nevera — ¡a saber que potajes habrá dentro!.
Ahora que hemos intimado, me animo a preguntarle por su nombre, entiendo que al menos hasta ahí llegará con su castellano.
  • Tzun- li — me contesta, sin dar más detalles.

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