viernes, 24 de enero de 2014

Buenos días compañer@s de fatigas, ayer las obligaciones propias de mi sexo me llevaron a tener que bajar a Madrid para para asuntos burocráticos. Me armé de valor y paciencia porque ya presuponía que me esperaba una mañana llena de frustraciones, atascos, colas, funcionarios incompetentes y por supuesto pagando. Pero al final de la mañana mi querido navegador me brindó una grata sorpresa. Justo enfrente de la delegación de Hacienda se encontraba el museo Sorolla. No había estado nunca a pesar de mi condición de madrileño y decidí regalarme este pequeño lujo para los sentidos después de la tediosa mañana. El museo está ubicado dentro de un impresionante caserón que fue donde habitó el pintor mientras vivió y de alguna forma han conservado en su estado original. Una pequeña y gratificante incursión a 1900. No voy a descubrir a nadie a este pintor, pero si os quiero comentar este cuadro que me dejo impresionado. El tamaño es de casi tres metros de alto y preside una de las paredes del museo. Ya lo conocía por fotos, pero nada más verlo fue como un flechazo. Cuando me suceden estas sensaciones siempre me detengo a buscar los porques. Por nuestra vista pasan millones de cuadros e imágenes y de pronto, ZAS!!! Aparece algo diferente y te atrapa. Lo que primero capta la atención es la luz, la forma en que el pintor es capaz de plasmar toda la intensidad del sol y sus brillos y sombras, pero eso es obvió para cualquier ojo sensible. Traté de profundizar más dentro del espectáculo que tenía delante y descubrí, mirándolo de cerca, que el cuadro carece de detalles, da la impresión de que el artista lo pintó con cuatro brochazos y casi con desgana para plasmar una belleza impresionante. Algo así debe ser el arte. Incluso casi da la impresión de no estar terminado, pero cuando te alejas y lo ves en todo su conjunto te das cuenta de lo que es capaz de encerrar un artista en su mundo. No se puede hacer más con menos, Salí feliz del museo, al final había arreglado la mañana.

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